por Daniela Delgado, educadora diferencial y Cristóbal Badilla, profesor de historia

En las últimas semanas, estudiantes secundarios de Santiago han protagonizado nuevas jornadas de movilización que, lejos de ser hechos aislados, forman parte de un ciclo de lucha que se arrastra desde hace décadas. Desde las marchas de los “pingüinos” en 2006, pasando por el ciclo de movilizaciones de 2011 y el estallido social y revolucionario de 2019 —que tuvo en la evasión masiva de los torniquetes del Metro por parte de secundarios su chispa inicial— hasta hoy, la juventud estudiantil ha sido la voz más persistente contra un sistema educativo que prioriza el mercado sobre el derecho a la educación.

Hoy, los motivos de la protesta no han cambiado en lo esencial: infraestructura escolar en ruinas, baños y salas en condiciones indignas, falta de material pedagógico, sobrecarga de estudiantes por sala, ausencia de calefacción y nula inversión en seguridad desde una perspectiva de derechos. A esta precariedad se suma la situación que viven los y las trabajadoras de la educación: sobrecarga laboral por déficit de personal, despidos masivos bajo pretextos presupuestarios, congelamiento de salarios y, más recientemente, el fallo de la Contraloría que respalda el descuento salarial a docentes movilizados, una medida abiertamente política que busca desincentivar la protesta y criminalizar la organización sindical. Todo esto en un marco de creciente persecución hacia cualquier sector educativo que se movilice.

Esta realidad golpea con más fuerza en comunas populares, donde los liceos funcionan con presupuestos insuficientes mientras en otras áreas el Estado y los municipios destinan recursos millonarios a proyectos cosméticos o al pago de deudas heredadas.

En el centro de Santiago, las comunidades escolares de liceos emblemáticos han recurrido a asambleas, tomas y protestas para visibilizar sus demandas. En paralelo, en comunas como Maipú, Puente Alto o Lo Espejo, las y los estudiantes denuncian que las goteras, el frío y la falta de mantenimiento básico son el día a día. Según datos oficiales, en 2023 hubo más de 12.000 denuncias por problemas de convivencia escolar, un 58 % más que hace una década, y más de 50.000 estudiantes abandonaron el sistema educativo. Estas cifras reflejan una crisis profunda que no se resuelve con medidas parche ni discursos grandilocuentes.

La derecha: represión como política

Frente a este panorama, la derecha, en manos de alcaldes como Mario Desbordes (RN) en Santiago, ha optado por reforzar un discurso que caricaturiza y criminaliza a los secundarios. En lugar de proponer soluciones reales, han impulsado medidas de vigilancia, aumento de presencia policial y aplicación de reglamentos punitivos como “Aula Segura”. Además, Desbordes ha hecho una política de desalojar las tomas estudiantiles apenas se producen, cortando de raíz cualquier intento de organización y debate democrático en los liceos. Este enfoque no solo evita abordar las causas de fondo, sino que alimenta una narrativa que presenta la protesta como un problema, cuando en realidad es una consecuencia directa del abandono institucional.

La estrategia es clara: desplazar la discusión desde las demandas legítimas hacia la supuesta “violencia” de las movilizaciones, invisibilizando que las verdaderas agresiones son las que sufren a diario estudiantes y trabajadores de la educación. En esta lógica, no solo se criminaliza a secundarios, sino también a docentes que se atreven a exigir mejores condiciones o cuestionar la gestión.

El gobierno: omisión y continuidad del capitalismo neoliberal

Pero la responsabilidad no es solo de la derecha. El gobierno del Frente Amplio–PC, con Nicolás Cataldo como ministro de Educación, ha optado por una peligrosa combinación de inacción y continuidad de las políticas heredadas. Lejos de revertir la lógica punitiva, el Ejecutivo ha reforzado el marco legal que respalda “Aula Segura” y ha mantenido intacto el sistema de financiamiento vía subvención, núcleo del modelo educativo neoliberal instalado en dictadura y perfeccionado por los gobiernos de la Concertación y la derecha.

El silencio o la tibieza frente a la precariedad escolar y las condiciones laborales del profesorado no son neutrales: constituyen una forma de complicidad con un sistema que margina, segrega y reproduce desigualdades. No basta con señalar las deficiencias municipales si desde el nivel central no se plantea un plan urgente y estructural para rescatar la educación pública.

Una misma lucha: estudiantes, docentes y trabajadores
Las demandas de los secundarios no son ajenas a las de docentes, asistentes de la educación y trabajadores del sector. La falta de recursos, la sobrecarga laboral, el deterioro de la infraestructura y la desigualdad en el acceso a oportunidades forman parte de un mismo entramado. Pretender separar ambas luchas solo favorece a quienes se benefician del modelo.

Ante esta situación, desde el MIT proponemos lo siguiente:

  • Nacionalización del cobre y recursos estratégicos bajo control de trabajadores y comunidades, destinando parte de esos ingresos a un fondo permanente para educación pública.
  • Fin del financiamiento por subvenciones y creación de un sistema único estatal, gratuito, con inversión garantizada y distribución equitativa de recursos en todo el país.
  • Plan nacional de infraestructura escolar, ejecutado con participación vinculante de comunidades educativas, priorizando las zonas más afectadas por el abandono.
  • Democratización real de la gestión educativa, con dirección tripartita (estudiantes, trabajadores de la educación y apoderados) en todos los niveles.
  • Política integral de bienestar estudiantil, que aborde alimentación, transporte, salud mental y seguridad desde un enfoque de derechos.
  • Protección laboral efectiva para el profesorado y asistentes de la educación, prohibiendo despidos por motivos políticos o de represalia sindical y derogando toda normativa que avale descuentos salariales por ejercer el derecho a huelga o movilización.
  • Fin a la criminalización de la protesta estudiantil y docente, derogando “Aula Segura” y toda legislación que limite la organización en las comunidades escolares.
  • Articulación nacional de la lucha, uniendo federaciones estudiantiles, centros de estudiantes, sindicatos, el Colegio de Profesores y organizaciones sociales para movilizarse por un cambio profundo del sistema educativo.

Este proyecto no es una reforma menor ni un simple ajuste de gestión: solo será posible en el marco de una nueva sociedad, basada en los intereses de la clase trabajadora, donde la educación y todos los recursos estén al servicio de las grandes mayorías y no de las ganancias de unos pocos.

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